Aprendiendo a enterrar a los muertos de María Font

Mariana Libertad Suárez
mlsuarez@pucp.edu.pe

«Una hembrista hipócritamente camuflada bajo la bandera feminista», «una infantil, hipócrita, agresiva y extremista» o «[es una persona que] se viste como una perturbada mental» son solo algunos de los atributos asignados a las mujeres que participan en la vida política actual en América Latina. No es necesario leerlos con demasiada atención para descubrir que en ellos subyacen, como elementos dominantes, muchas de las prácticas discursivas utilizadas en las últimas décadas del siglo xix para pretender excluir a la mujer del espacio público. En estos comentarios, están de fondo los años en los que la retórica médica había penetrado las decisiones políticas, y la patologización de la mujer que sabe se había ubicado en el centro del debate.

Como reacción natural, a partir de ese momento y a lo largo del siglo xx, muchas mujeres respondieron a esas miradas que, todavía en la actualidad, se asoman en los imaginarios sociales latinoamericanos. Poetas, narradoras y dramaturgas asumen el lugar del monstruo y de la enfermedad como su espacio de enunciación como en las cartas de Juana Borrero; los Cantos de la mañana, de Delmira Agustini; La condesa sangrienta, de Alejandra Pizarnik; o los Poemas de una psicótica, de Ida Gramcko. Estas publicaciones son solo una muestra de la tradición en la que María Font se inscribe al construir los andares de Carolina y de esa voz que, más allá de su rareza, se resiste a guardar silencio en Aprendiendo a enterrar a los muertos (2019, Hipatia Ediciones).

Desde el título del poema introductorio, «La fluoxetina de las tres Marías», la poeta se posiciona frente al deseo de “normalizar” la conducta y el discurso de las mujeres mediante la construcción de un cuerpo enfermo. Sin embargo, no lo convierte en un elemento de repugnancia, como hubiera ocurrido durante el naturalismo, sino que lo transforma en la plataforma ideal para desarrollar una voz propia. Esto evidencia un deseo de despojarse del pudor, de asumir lo real como materia de creación y presentarlo al lector como un producto estético.

La propuesta estética que plantea el poemario dialoga y desestabiliza algunas de las recurrencias presentes en la representación de los personajes femeninos en la literatura canónica latinoamericana. Así, las dos mujeres construidas en este poemario se presenten despojadas de toda máscara, lo cual evita que sean leídas desde la polaridad mujer virtuosa / mujer pecadora propia del romanticismo. De igual manera, los intercambios entre ellas y con las autoridades del hospital desdicen el enfrentamiento que se tematizó durante la segunda ola del feminismo, que representaba a una mujer rebelde intentando movilizar la identidad de la mujer sumisa. En Aprendiendo a enterrar a los muertos, se prefiguran dos voces, dos cuerpos, dos subjetividades que, eventualmente, se aman, se desafían, sufren juntas, discuten y nunca llegan a la conciliación ni al equilibro. Esta coexistencia del vínculo más allá de la pugna solo es posible porque ambas deben sobrevivir al control de los cuerpos, a la vigilancia médica y a los ejercicios de represión.

Se genera, entonces, un identidad dual y ambigua que constituye, desde el vamos, una oposición radical al homo economicus burgués. Con respecto a este, los poemas de María Font son construidos por dos voces profundamente improductivas. No obstante, a diferencia de lo que se esperaría en el marco de cualquier modelo económico sostenido en la salud y coherencia de sus sujetos, los personajes pueden hallar en su entorno y dentro de sí mismas elementos hermosos. Se sostienen en un flujo de emociones que las llama a cohesionarse cada vez más:

mi Sara Lynn era tan bella
que una llegaba a acariciar el encierro,
but,
but
mira nuestro reino
ahogándose minuto a minuto
entre los empaques de clonazepam.

                Y sí

                                                                       nos espera una muerte bella

Es evidente el goce que produce la enfermedad en la voz poética. Se trata de un disfrute que impide pensar en esta obra desde el andar errático y sin sentido del deseo modernista. En Aprendiendo a enterrar a los muertos, no hay desencanto, sino un fluir de conciencia ante la enfermedad psiquiátrica. Esta particularidad que, si bien se origina en la imposibilidad de ajustarse a la coherencia demandada por la modernidad creciente del entorno, termina por resultar esperanzadora. Así, este poemario se convierte en otra narrativa en torno a la enfermedad y al cuerpo de la mujer, pero resulta completamente excéntrico en este campo. Este libro ofrece una mirada desde una voz privilegiada, la de una mujer que habita el mismo espacio físico, eventualmente, el mismo cuerpo y, casi siempre, el mismo territorio emocional que otra individualidad femenina dislocada. Esto evidencia un resultado mucho más fiel e iluminador de los niveles de patología que se anuncian.

En otras palabras, la alianza de las «compañeras de las gargantas sangrantes / y los empaques de ansiolíticos» rememora y responde de manera contundente al lugar que el pensamiento médico quiso atribuirle, muchas veces, a la mujer en diversos proyectos de modernización y, al hacerlo, invita a pensar en las especificidades de la psicopatología dentro de la poesía peruana escrita por mujeres.

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